sábado, 31 de octubre de 2015

Operación Carlota. Pequeños relatos sobre una larga misión: El valor de una carta



                                
.Orlando Guevara Núñez
Cuando uno está lejos de la Patria o de los seres queridos, una carta equivale a un encuentro a la distancia. Las lejanas tierras del África Austral nos confirmaron esta gran verdad. Y nos hicieron comprender con mayor certeza la afirmación de un poeta cuando dijo que “todo el amor del hogar cabe en la carta de un soldado”.
En el momento de la salida, la mayoría de los combatientes encontramos la forma de escribir a nuestros  familiares o enviarles recados para informarles que a partir de entonces no estaríamos en Cuba, aunque sin decirles el lugar al cual íbamos, pues no era para esa fecha permisible. Pero nadie sabía la dirección a la cual los familiares podrían escribirnos. Era ese un detalle que todos tratábamos de investigar, pero no lo supimos hasta nuestra llegada al escenario donde cumpliríamos la misión.
Angola es un país cuya extensión territorial multiplica por doce la de Cuba. Allí las distancias y las vías de comunicación conspiran contra la agilidad que los servicios de correos pueden ofrecer en tiempo de paz, lo que se agravaba ahora por el estado de guerra. En los primeros meses, también la movilidad fue un factor adverso, pues en muchos casos la noche nos sorprendía en un lugar y la mañana del siguiente día en otro separado de ése por centenares de kilómetros.
Pero aún así, las cartas llegaban a todos los lugares. Y no es exagerado decir que la llegada de valijas a una Unidad era algo así como una fiesta. Festividad, desde luego, para quienes recibían correspondencia. Quienes no – aunque trataran de disimularlo- se sentían solitarios y muchas veces eran presa de irritaciones que solo desaparecían cuando llegaba la carta deseada.
Después de recibido el sobre, cada cual buscaba un lugar apacible para rasgarlo y leer con ansiedad las noticias sobre sus familiares. Fui testigo de lectura de cartas con los ojos y con el alma. Y de ese paso surgían alegrías y preocupaciones, según fueran los acontecimientos  recién conocidos  sobre el hogar.
Recuerdo que muchos combatientes sufrieron la agonía de ver transcurrir los días, las semanas y los meses sin que una carta familiar llegara a sus manos. Y no porque no le escribieran, sino porque se extraviaban e iban a dar a otros lugares donde ellos no se encontraban.
Entre esos casos, estuvo el de un combatiente de Santiago de Cuba, quien durante los primeros seis meses de estancia en Angola no conoció absolutamente nada sobre sus familiares. Y se ponía muy triste cada vez que llegaba la valija y se mencionaban muchos nombres, entre los cuales el suyo nunca aparecía.
Hasta que un día salimos juntos a cumplir una misión, distante unos 500 kilómetros del lugar donde radicábamos. Cuando llegamos al campamento visitado, nos condujeron al albergue donde descansaríamos; y ya acomodadas nuestras pertenencias, dimos algunas vueltas, con el objetivo de conocer el lugar.
En ese recorrido, divisamos una caja de cartón con  varios sobres en su interior, percatándonos de que eran cartas, al parecer sin dueños. Los dos nos pusimos a revisarlas y encontré dos sobres dirigidos a él, los que aparté hasta terminar la búsqueda. Y cuando, al final, decepcionado, mi compañero dijo que no habìa nada para nosotros, le contesté que para él no, pero sí para mí, de una novia que tenía en Santiago de Cuba. Cuando le mostré una, leyó el nombre con indiferencia y sólo mi tono burlesco lo hizo reaccionar y darse cuenta de que en realidad la remitente era su novia. Y la otra, su hermana. La alegría de ese combatiente fue indescriptible, como la de varios compañeros cuando se supo la noticia de que Juan Fernández Prieto (Juancito) había dejado de sufrir ante la ausencia de cartas familiares.
Aquella escena nos enseñó a comprender con mayor nitidez el valor carta.
                                         

Operación Carlota. Pequeños relatos sobre una larga misión: La cobra



                                              
 .Orlando Guevara Núñez
La cobra es una serpiente cuyo nombre es sinónimo de una palabra temida por todos: la muerte.
Antes de partir para el África, habíamos escuchado muchas anécdotas sobre este enemigo del cual  teníamos que cuidarnos. Y también recibimos algunas recomendaciones sobre cómo debíamos proceder si por desgracia éramos víctima de ella.
La cuestión consistía, si resultábamos mordidos en una pierna –por ejemplo- en hacernos de inmediato un torniquete más arriba, con el objetivo de que el veneno inoculado por la víbora no se extendiera por todo el cuerpo a través de la circulación de la sangre.
Un segundo paso consistía – de no haber otros medios- en utilizar nuestra propia bayoneta para cortar la parte afectada por la mordedura. Lo del torniquete no era difícil asimilarlo; pero lo de utilizar la propia bayoneta en semejante auto operación no resultaba nada agradable, aunque no hubiésemos dudado en hacerlo llegado el momento de escoger entre esa “intervención quirúrgica” y la muerte.
Hacía algún tiempo –en los primeros años de la Revolución- yo había leído un libro que aún conservo, de un autor soviético: Los hombres de Panfilov en primera línea, de Alejandro Beek. En ese texto se relata una historia relacionada con el tema. El protagonista explica como su padre había sido un nómada y que al ser picado por una araña venenosa y encontrarse solo en el desierto, utilizó el método de cortarse él mismo la parte envenenada, con lo cual pudo salvar la vida. Yo admiraba ese hecho valiente, pero deseaba de todo corazón no verme nunca en la necesidad de imitarlo.
Ya en la hermana República Popular de Angola, tuve la oportunidad, en varias ocasiones, de ver en la realidad a la temible cobra. En ocasiones algunas cruzaban por los caminos sobre los cuales transitábamos; en otras, nos encontramos con éstas mientras realizábamos labores de limpieza de los patios en las Unidades.
Pero es justo confesar que sólo una vez sentí una impresión escalofriante ante la presencia cercana de una cobra.
Había ya regresado de Sur del país –donde abundan estos animales- y me encontraba en Luanda, la capital. Esa noche estaba de guardia en la Unidad. Era una guardia operativa, dentro de una pequeña casa de campaña, donde estaba ubicada una mesita con un teléfono, más un catre para el descanso del Oficial responsable de la custodia. La posta que cuidaba la entrada, se encontraba a unos veinte metros de distancia.
Alrededor de las 2:00 de la madrugada, sentí un ruido y algo así como un silbido que salía, o parecía salir, desde debajo de la carpa que servía de piso a la casita. Como no podía identificar lo que podía ser, llamé al soldado angolano que junto a un cubano cubría la guardia, con el fin de que me ayudara a descifrar de qué se trataba.
Cuando el angolano llegó y le expliqué lo que habìa escuchado, se inclinó sobre el lugar indicado, esperando que volviera a producirse el ruido que le permitiera conocer el origen. Y lo hacía de una forma singular, con poses de maestro cuyo alumno espera su respuesta.
Después de un breve tiempo de espera, se produjo de nuevo el sonido. Y de parte del angolano sólo escuché dos palabras: ¡cobra, camarada! La primera la percibí desde bien cerca, pero la segunda fue pronunciada y a unos cuantos metros del lugar.
Por mi parte, abandoné el catre y la casita de campaña. Estacioné al lado del punto de guardia un “yipe”, en el cual introduje el teléfono, y desde su interior terminé mi turno de guardia a las 6:00 de la mañana.
Después del matutino, un grupo de compañeros cubanos levantamos con mucho cuidado la carpa y allí estaba la cobra, la que perdió su vida sin tener la oportunidad de obligarme a aplicar los conocimientos adquiridos en caso de sufrir su mordida.
               

viernes, 30 de octubre de 2015

Operación Carlota. Pequeños relatos sobre una larga misión: La suerte de un viejo radio

                                     
 .Orlando Guevara Núñez
La barrera del idioma es casi siempre un hecho angustioso. Muchas anécdotas hemos escuchado sobe ese particular. Y allá, en Angola, en esa hermosa y a la vez sufrida tierra africana, sentimos muy de cerca el efecto de esa barrera.
No se trataba, en esencia, de la comunicación entre las personas, pues entre tantos cubanos, no  era problema alguno estar hablando todo el tiempo. Tampoco el principal  era la comunicación directa con los angolanos, pues, aunque pasando algún trabajo, nos entendíamos. A veces la cosa se complicaba porque nosotros tratando de hablar como ellos y ellos como nosotros, formábamos algo así como un tercer idioma, al cual algunos dieron por llamar portuñol, es decir, una mezcla del portugués y el español. Al final siempre nos entendíamos.
Pero puede afirmarse que uno de los aspectos en los cuales la barrera idiomática se hacía sentir con mayor fuerza, era al momento de leer- o tratar de leer- un periódico, un libro o al momento de escuchar la radio. Acostumbrados en Cuba al contacto diario y directo con esos medios, allá sufríamos al no poder servirnos de ellos.
En uno de nuestros albergues había un radio –bastante antiguo por cierto- que permanecía prácticamente de adorno, pues nadie lo utilizaba. Y cuando alguien lo sintonizaba, pronto lo desconectaba decepcionado, al no entender el idioma.
Pese a los continuos fracasos, siempre alguien repetía el intento, aunque lo creyera infructífero. Hasta que una noche, a más de mil kilómetros al sur de Luanda, la capital, un grupo de compañeros nos disputábamos la suerte de sintonizar algo en español. Durante mucho rato no apareció nada. Un mayor interés surgió cuando apareció un locutor que parecía estar leyendo un comentario periodístico.
Algo familiar notamos en el acento de la voz, aunque no entendíamos lo que decía. Lo cierto fue que seguimos algunos minutos sin cambiar el dial y al terminar la alocución escuchamos un tema musical inconfundible y unas palabras en español que rompieron todas las barreras del idioma que hasta ese  momento no había podido trascender el dichoso aparato: ¡Esta es Radio Habana Cuba!....
La alegría fue tremenda. A los pocos minutos, la aglomeración era tanta, que se hacía difícil el acceso al viejo receptor que pocas horas atrás todos mirábamos con indiferencia. Hacía ya más de tres meses que no escuchábamos un programa en español por la radio.
Esa noche, entre varias cosas, Radio Habana Cuba habló sobre la Ciudad Escolar 26 de Julio, en Santiago de Cuba (antiguo Cuartel Moncada) y sobre una delegación del hermano pueblo soviético que se encontraba de visita en ésta. Posteriormente, ofreció tres números musicales a cargo de la Orquesta Aragón, y finalizó su transmisión en español, no sin antes dar a conocer el horario en nuestro idioma para esa área. En los días sucesivos volvimos a sintonizar esos programas. Y cada uno de esos momentos equivalía a un encuentro con nuestra Patria lejana.
 De esa forma, el viejo radio adquirió un nuevo valor- hasta lo limpiábamos del polvo- y se convirtió en algo querido y apreciado por todos, mucho más cuando dejaba de hablar cosas extrañas y hacía palpitar nuestros corazones con la identificación que tendía un puente entre nosotros y nuestro pueblo: ¡Esta es Radio Habana Cuba!.

Operación Carlota. Pequeños relatos sobre una larga misión: La ciudad de las flores


                         
.Orlando Guevara Núñez
A la ciudad de Lubango,  en el sur de Angola, se le conoce como La ciudad de las flores.  Y existen sobradas razones para calificarla así, porque allí las flores, tanto las cultivadas como las silvestres, ofrecen a las personas  un fascinante paisaje.
Existen unos jardines maravillosos, en forma de parques, donde los nativos y visitantes admiran la belleza de diversas especies de las flores más hermosas que adornan a la región.
Esa característica de Lubango, hace de esta ciudad una de las más bellas de la República Popular de Angola. Y Lubango tiene, además, otra particularidad que nos llamó mucho la atención: su extraordinario parecido con nuestra Santiago de Cuba.
No es un parecido arquitectónico, ni en el interior de la ciudad, si no en su entorno. La entrada se asemeja mucho a la bajada de Quintero, mientras que las montañas forman una especie de anillo que las encierran. Muchas veces, desde el lugar donde radicábamos, algunos santiagueros mirábamos aquel paisaje y nos parecía estar en nuestra ciudad, observando las montañas de la Sierra Maestra.
Las flores de Lubango eran siempre motivo de admiración y más de una vez inspiración poética para nuestros combatientes internacionalistas en Angola. Y no es extraño que así fuera, porque las flores constituyen un delicado símbolo del amor y de la amistad. Y son buenas compañeras, tanto en los momentos de alegría como en los de dolor y nostalgia.
Muchos, al escribir, hablaban a su madre, esposa, novia u otros familiares y amistades sobre la belleza de las flores de esta también hermosa ciudad. Y yo no fui una excepción, pues recuerdo una carta a mi esposa que aludía esas bellezas, matizadas, en mi caso, por una nostalgia que trastornaba mi percepción sobre éstas.  Transcribo un fragmento:
Hoy contemplo a todos lados
Mil flores que esbeltas crecen
Con colores que parecen
Por un pintor inventados.
Pero esos tintes variados
Solo me causan enojos
Y me parecen abrojos
Los pétalos que las visten
Pues flores bellas no existen
¡Si no las miran tus ojos!         
Confieso que ese “desprecio” hacia las flores de Lubango, tenía vigencia solo cuando la nostalgia era mucha, porque en realidad me gustaban muchos los paisajes engalanados por éstas.
Pero si a confesiones vamos, tendría que hacer otra: que en las decenas de veces que disfruté el perfume de también decenas de especies, nunca encontré uno igual a la rosa cubana.
No tiene nada que envidiar nuestra flor. Bástele saber que cuando hablábamos de las demás y las admirábamos, estábamos, en el fondo, recordando y añorando a la inconfundible  y perfumada flor cubana.